ajedrez

El caballo no quiere ser caballo, pero tampoco reina, pero tampoco alfil. Dice que quiere ser aviador. Por eso sobrevuela encima de la mesa, sostenido por la mano de Lote, quien parece estar a cargo de sus estudios de aeronavegación. El segundo caballo, en la orilla del tablero, espera que nunca llegue su turno pues le aterran las alturas. Un alfil se llama Lorenzo y el otro Vanina. “No son hermanos -aclara Lote-, sólo se parecen porque usan la misma ropa”. Uno intenta ser alpinista y el otro sueña hacer buceo. Entonces, a este último, le agrega un salvavidas naranja pintado con fibrón indeleble. “Para que no se borre bajo el agua”, explica. La reina sí quiere ser reina, pero reina de verdad. Y mandar: esto se puede hacer y esto no. Por eso trepa a lo alto de una repisa. Dice Lote (que dice la reina) que desde allí controla todo mejor. Los peones tienen nombres como Raíz, Siete, Dobladillo, Ventana o Marrón. Y hay uno que es Adán, como su hermano (que se llama Adrián). Porque Lote (en su casa conocida como “Lore”) nombra todo lo que se encuentra en su camino, con una pronunciación desafiante de cuatro años y una lógica indestructible de cuatro años. Hay peones malabaristas, los hay almaceneros, dos son violinistas y hay tres que se fueron de vacaciones (lo cual explica porqué están en el suelo). 

“¿Y el rey?”, pregunta la profesora de ajedrez. Lote sacude los ojos con algo de culpa y algo de inocencia. “Lo estaban esperando en otro lado”, responde mientras termina de organizar un partido de fútbol sobre el tablero. No necesita haber estudiado la revolución francesa para comprender que descabezar a un rey puede llegar a desagradar a algunas personas. Por eso guarda silencio y espera que la profe no revise hoy el tacho de basura.


 

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