Calaveras de azúcar
Yo le dije a mi mamá que debía ir disfrazada, al día siguiente, para festejar el día de los muertos. Ella puso cara de extrañeza. En su país jamás había escuchado juntas las palabras fiesta, disfraz y muertos. Argentina aún se creía europea y ni siquiera se hablaba de halloween . Concluyó, entonces, que yo había entendido mal, y el tema se agotó en un silencio. Al día siguiente era la única sin disfraz en el jardín. Mi mamá, entrenada para pasar desapercibida, tuvo que asumir en público su extranjeridad. La maestra sonrió, me sacó el guardapolvo y cruzó una tela a lo Nerón, anudada en el hombro. Yo corrí satisfecha y me sumé a los juegos. Tres chicas se acercaron con intenciones de saber: ¿de qué estaba disfrazada? “De bailarina”, respondí convencida. Tal vez concluyeron que yo había entendido mal, pero no lo dijeron. Y el tema se agotó en el siguiente juego. Cinco años después, en México, en otro Día de los Muertos, mi mamá se resarció. Con cartulina, papeles brillantes y mucha pacie