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Mostrando entradas de octubre, 2020

El mar pelado

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El mar no pide revisación médica ni carnet de socio. No te hablo del mar con arena, con hotel, con guardavidas. El mar pelado, digo. En ese vimos a la sirena. Después de clases íbamos. Porque se podía ir, íbamos. Porque era la mejor excusa para no estar donde se suponía que debíamos estar.  Tirábamos piedras desde la orilla, aquella vez que vimos la sirena. Asomó la cola primero, después dió una brazada, una nueva zambullida y, más tarde, se sentó a descansar en el muelle de los pescadores. Parecía un lugar peligroso para alguien que tiene la mitad del cuerpo comestible. Por eso nos acercamos a avisarle. “A esta hora no vienen”, dijo ella y tenía razón. De noche llegarían, cargando redes, arrastrando botes. No estaba perdida, enamorada de un hombre, no quería piernas, o vender la voz. Por pocos lugares tenía permitido andar, explicó. Ni era rubia, ni bonita, ni delgada, ni si quiera era entonada. Una sirena marrón bordeando el mar.  Carrera hasta las rocas, jugamos. “El último es cola

Razas divertidas

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Mi abuela saca del estante un libro destartalado. Ella dice que es de quinto grado. El libro dice que es de 1920. Ninguno miente. Yo curso el profesorado en Historia y aquel ejemplar se transforma en una reliquia con las hojas descosidas. Quiero correr a ponerme guantes, buscar un pincel para limpiar el polvo, pero no tengo. Ni guantes, ni pincel, ni experiencia en conservación de antigüedades. Sólo estudio el profesorado. Tiene láminas avalando los textos, para que las ideas queden visualmente claras. Hombres fenicios, romanos, medievales, modernos. Siempre hombres. Construcciones dóricas, jónicas, merovingias, renacentistas. Siempre europeas. Intento imaginar lo que imaginaban quienes leían aquello, en 1920. Pero no puedo. Nací más de cincuenta años después, en un tiempo alimentado con imágenes. Sólo estudio la Historia.  Hay un capítulo destinado a las razas. Existen cinco, dice. Acompaña un grabado para que no queden dudas. La única raza que lleva traje, está peinada y se halla en

Distopia

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Después de la primera pandemia la gente se acostumbró. Salía menos, se cubría más, compartía nada. Hubo exceso de problemas respiratorios, afecciones cardíacas, daños en la piel y pérdida de la visión. El contagio era impredecible e ingobernable. Pero existió un virus peor a todos los previos. Uno que cambió para siempre el mundo conocido.  No tenía un alto nivel de mortalidad. Fiebre excesiva, mucho sueño, dolor corporal. Nada nuevo, en realidad. La diferencia estaba en el después. Una vez que la enfermedad aliviaba los síntomas, el paciente despertaba con pérdida total de memoria. Apenas los sonidos de la lengua, los secretos de la lectura, los mecanismos básicos que hacen rodar una bicicleta. Sólo eso.  Las personas se desesperaron, entonces, por acopiar los trozos salvables de su historia. Grababan audios o videos, para verse más tarde. Escribían velozmente, dibujaban croquis para hallar, luego, lo que debía ser hallado. De un día para el otro, el planeta se inundó de autorretratos

Arbolito

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Arbolito le dicen porque de lejos su cabello da forma a ramas de un árbol flaco y chico. Es árbol ranquel que ve y escucha, que espera. En el alboroto de una batalla de blancos contra blancos, reconoce al asesino. Un alemán contratado por Rivadavia para limpiar el desierto, a fin de que parezca más un desierto. Es coronel del ejército argentino y le pagan por extinguir ranqueles. Entre varios lo bolean y lo matan. Pero en la historia hay lugar para uno solo y uno solo entra. Con lanza vengadora entra, para que quede claro que “matar es lo único que saben, esos”. Después se van a divertir un rato con la cabeza del alemán, pero ya serán blancos piadosos y no indios brutos los autores. Cuando los caminos se lleven al ranquel árbol, se acabará su paso por el mundo escrito en castellano. Una estela de palabras chedungún contarán otras cosas, pero el viento hispano ya no sabrá escuchar, ya no querrá entender. A los huincas les interesa la tierra para “usarla bien”, dicen. Usarla hasta que el

Titiriteando

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El titiritero no ve la cara de su público. Escucha risas y gritos, indicaciones para huir del malvado o directivas, fuertes y claras, de enfrentarlo. Una chica avisa al protagonista de la historia que está a punto de caer en una trampa. Otro intenta distraer al embustero con preguntas. Responde el titiritero fuera de libreto. Tarda en descubrir que no es un oyente perdido en la trama, sino un salvador que busca desbaratar el infame plan.  Al final sale y saluda. Apropiándose descaradamente de los aplausos. Es claro que las ovaciones no son para él. Es a los títeres a quienes piden “¡otra!”, a quienes quieren ver. Luego reparte los personajes entre los espectadores. Saca figuras nuevas. Algunos tienen las manos tan pequeñas que no logran darle movilidad a los muñecos vacíos. Entonces aparecen las marionetas. Hablan todos juntos, se enredan los hilos, chocan las cabezas de papel maché y están los que pierden algún accesorio. Nada puede ser más divertido.  Hay una pequeña con la vista fij