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Mostrando entradas de febrero, 2023

Cama

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Sueña que viaja en cama. Que va por la ruta al mismo tiempo que está acostada. A veces se endereza un poquito para ver a mayor distancia y dejar que el aire le pegue en la cara. A ratos cierra los ojos, así percibe mejor los sonidos del viaje y los aromas de las paradas.  Entra en el pueblo de su infancia y saluda a las vecinas, aún a las harpías (o especialmente a las harpías, pues supone que se deben estar muriendo de envidia al verla pasear en cama). Da vueltas a la plaza, hace el camino a la escuela, visita la estación ferroviaria. Entonces decide seguir por las vías, avanzar haciendo sonidos de tren con la boca, hasta la próxima parada. Más tarde llega a la costa del río. El agua está llena de amigos, algunos nadan y otros pasean en botes. Ella levanta la mano, sonríe. Después se tapa para que ninguna ola la salpique. Va dejando espuma a su paso, como lancha. No puede verla (tendría que girar todo el cuerpo), pero la escucha. Le piden silencio unos pescadores en la orilla, ella le

Absurdamente

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“Que sean niños no significa que sean bobos”, dijo la señora Idelfrina junto al pizarrón de tercer grado. La maestra puso mucha cara de asombro porque nunca había escuchado hablar así a la directora, y comenzó a mover los ojos como avisando que los niños, a los que hacía referencia, estaban ahí.  “No necesitan leer fantasías sobre tierras imaginarias, o dragones que no existen, o seres con poderes sobrenaturales”, continuó explicando la directora, totalmente consciente de la presencia del tercer grado en el aula. Cosa que no podía ser de otro modo, pues ella misma había tocado la campana que daba por finalizado el recreo. Por eso avanzó en su discurso: “Los alumnos deben limitarse a leer cosas reales, vidas de personajes históricos y manuales de matemática o zoología”.  Luego de terminada su exposición teórica comenzó la censura práctica. La señorita Idelfrina posó sus ojos en la biblioteca y retiró todos los libros que consideraba presuntuosos, quijotescos o con muchos dibujitos. Pasa

Éxodo

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Pusieron una fecha y la cumplieron. Antes que el sol saliera se empezó a sentir un ligero temblor de tierra. Era el movimiento típico de una marcha colectiva, de un andar masivo, de un éxodo. Bajaron de los edificios del centro, de las pensiones diminutas, de los pisos tomados. Usaron las escaleras de servicio, las puertas traseras, las salidas de emergencia. Luego avanzaron hacia las avenidas anchas, aún vacías por la hora, y se saludaron con los ojos, con las manos, con los dientes. Abandonaron la Capital mezclados en un murmullo alegre. Enfilaron hacia la ruta sus cuerpos útiles, dejando tierra arrasada a los ojos del mercado laboral.  No salieron los trenes esa mañana, ni se limpiaron las veredas, ni se repartieron los diarios, ni se oyeron ruidos de cortinas metálicas levantándose. Nadie despertó a la señora, nadie juntó los cartones. No hubo quien hiciera los mandados, ni en ese momento ni en los siglos que llegaron más tarde. Todos los dueños de todo se quedaron, aquel día, sent

El idioma de las chicharras

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Juanjo entiende el idioma de las chicharras. Por eso sabe que no cantan perezosamente en los árboles (eso es un chimento que han dejado correr las hormigas). Se llaman entre ellas, conversan, intercambian información y especulan sobre el pronóstico. Juanjo las escucha y les contesta.  Durante las siestas de verano se dan charlas concurridas y extensas. Las chicharras hablan como fuelles que se inflan y desinflan. Curiosean, más que nada. Quieren saber qué pasa en el mundo mientras ellas se guardan en los sótanos de un árbol. “¿De qué color es el frío?”, preguntan. “¿Cuántas patas tiene el invierno? ¿Cómo estridulan las hojas en otoño? ¿En qué tronco dejan su cascarón los que emigran muy lejos?”.  Cuando a Juanjo lo invade la tristeza (como le pasa a todo el mundo, de vez en cuando), llora bajito y, poco a poco, va subiendo la intensidad. “Parece que rechina”, dicen los adultos que lo ven, pero las chicharras saben la verdad. Ellas entienden el idioma de Juanjo y por eso le mandan sonid

Pared

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 Así como estaba resultaba difícil comprender algo. Una palabra tapada por otra, sobre otra, debajo de otra, en medio de otra. Aquella pared era una orgía pero sin la parte divertida. Libre expresión, le decían. Nadie te impedía escribir, pero nada te permitía entender. Rosa buscó una punta en la maleza, una letra suelta desde donde sacudir. Revisó las orillas de la pared hasta encontrar el deshilachado del dobladillo, y ahí empezó a tironear. Ovilló las palabras con paciencia hasta dejar la pared vacía, como recién pintada. Sacó, entonces, dos agujas y tejió un poema. Estruendoso, extremista, estrafalario. Poca rima y muchas ideas. Algo cursi en los bordes. Mentiroso con los puntos escapados. Maravilloso en las formas. Al terminar, Rosa colgó el poema en el mismo lugar donde lo halló. Puso una frase como firma, cerca del zócalo, y se marchó. "Ahora entiendo lo que digo". "Yo también", agregó alguien, más tarde, en un costado de la pared.