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Mostrando entradas de septiembre, 2021

El escondite

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Tuve un secreto que duró seis días. A principios de semana lo vi: entre el pilar de la entrada y la enredadera podía esconderse alguien. No alguien grande o corpulento, pero si una persona de cinco años con intenciones serias de ganar en las escondidas. El lugar era excelente, permitía observar la vereda sin ser visto (lo probé). Sólo faltaba esperar el fin de semana, el encuentro grupal, el triunfo singular de la más pequeña del grupo. Llegado el sábado intenté no mostrarme ansiosa, dejé que otro propusiera el juego y escapé de contar con los ojos cerrados. Luego di algunas vueltas, para despistar, y me escondí. Atraparon a uno, descubrieron a otra, se salvaron unos cuantos y protestaron los de siempre. Escuché mi nombre, por eso ajusté el cuerpo sobre el pilar de la entrada. No estaba dispuesta a develar el secreto, debían buscarme más. Sentí que corrían, gritaban, a veces se reía. La tarde se oscureció y yo seguía esperando. Cuando finalmente asomé la cara entre la enredadera, noté

heladera

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 Una tarde mamá echó en la licuadora los restos de remedios que había en la puerta de la heladera. Agregó leche, mucha azúcar. Después se preparó un batido y se sentó con nosotros a ver la tele. Yo le pregunté si se sentía mal, dijo que si. Lloraba a ratos y me acariciaba la cabeza. Todo lo hacía despacio, como si estuviera muy lejos. Se acurrucó en el sillón, me pidió que la tapara. Entonces se quedó dormida y ya no vio el final de la película. A la noche llegó papá y dijo que estaba muerta.

La hamaca

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Se sube a la hamaca sola, convencida de llegar al cielo. Debe desemparejar las piernas para tocar el suelo e impulsarse. Una vez, si es fuerte, basta. Bueno, tal vez dos. El secreto está en el movimiento. Ya estuvo estudiando el caso. Los pies para adelante, buscando altura, y acurrucados al volver. Espía a las chicas grandes de las otras hamacas. Hacen algo con el cuerpo, un ir y venir, como si bailaran. Ella intenta. Ella imita. Se eleva, asciende, sonríe. Ahora entiende mejor por qué los pies están al frente: para ser los primeros en pisar la luna. Está convencida de llegar. Se mira los zapatos: “¿Son los apropiados?”. Una idea se cruza de repente. Y de repente el cuerpo deja de bailar. Duda. Aminora la marcha, el cielo se aleja y el suelo deja de ser un rayón gris-verde-marrón, marrón-verde-gris. Finalmente se detiene y desembarca. Corre hasta mamá: “volvamos otra vez mañana”, le pide. “Pero antes debo conseguir un traje de astronauta”.  

inversión meritocrática

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Nos definen las opciones que tomamos, en relación a las posibilidades que tuvimos. Nada más. El contexto nos vistió y así, uniformados, decidimos hacer algo al respecto (o no). No vale juzgar, entonces, desde los resultados. Nunca lo olvides. ¿Duerme a cielo abierto quien menos esfuerzo hizo? ¿Quién lo dice? ¿El hijo vago del hombre rico?  ¿Luchó más y por eso disfruta sus bienes merecidos? ¿Cómo se mide? ¿Desde el escalón cero o del inframundo de los que no tienen derechos? El niño indocumentado miró su mano y contó. Dieciséis monedas de ganancia pura. Nadie le enseñó a sumar. Nadie le enseñó. Nadie nada. Igual supo. Por entonces aún generaba lástima su altura baja, sus pies pequeños, su voz finita. Faltaban diez centímetros para ser un adulto desocupado malgastando el tiempo de todos, malocupando el espacio público.  Las personas pasan y miran a un hombre indocumentado mirando su mano vacía. Con lentes meritocráticos lo miran, con lentes meritocráticos se mira. Parece que no supo inv

La presa

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Estaba feliz de haber atrapado el paisaje con su ventana. Capturado vivo, el horizonte urbano vibraba ante sus ojos. Amanecía y se desangraba en cada jornada. Y él era el dueño absoluto de esa vista. Amo de un rectángulo desvidriado de madera, en los bordes altos de la ciudad. Estaba orgulloso del espectáculo que ofrecía su presa. Podía disfrutar la programación a la hora que él lo dispusiera. Era libre de mirar o de cambiar de tarea. La ventana compensaba el resto de la casa, las ausencias del resto de la casa. En el barranco era un rey cazador. Un rey sin agua, sin ladrillos, sin vereda.  Estaba seguro de lo ventajoso de aquella situación. De haber logrado la mejor transacción para sus ojos. Una abertura elevada por donde husmear la capital sin sentirse herido. Sordo a los sinónimos de extranjero que escupían sobre su cuerpo furtivo. Feliz poseedor de un paisaje propio, artesanal, rico, casero.  De todo eso él estaba convencido.  Hasta que un día vino la policía y le explicó que el b

tormenta

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Primero fue el viento. Dobló los arbustos y las ramas jóvenes de los árboles. Las antenas flacas y los mástiles desnudos. Voló las tapas de algunos tanques de agua hasta dejarlos tatuados en paredes vecinas.  Después llegaron las nubes. Techaron la ciudad de gris, de negro, de noche prematura y sin estrellas. Pusieron el cielo raso tan cerca que podía tocarse con sólo subir una escalera. Más tarde las cosas se arremolinaron. Las ráfagas escupieron mesas, sillas, toldos, mascotas, (aquello que acostumbra a dormir afuera). En redondo giraron los autos, los semáforos, las señales de “prohibido estacionar”, “no doblar en U” y “despacio, escuela”.  Luego el tornado se vistió con casas, edificios, fábricas, hoteles. Desmintiendo, así, la inmovilidad de los inmuebles. Arrastró instituciones centenarias, públicas y privadas. Desatornilló viejos poderes, llevándose sus potestades, sus pasaportes y sus paredes.  Finalmente llovió. Un agua cansada, fría y tenue. Sobre la tierra vacía, llovió. Sob